Desviaciones (de la línea del tiempo) para escribir una narración personal del petróleo

Gabriela Ponce Padilla
Publicidad de CEPE en la Revista La Nueva, No. 24 (1975)
1.
Hace un par de años, dentro de un proceso creativo con el Colectivo mitómana/artes escénicas, iniciamos una investigación sobre procedimientos y políticas de la escena. Nos planteamos experimentar con prácticas que impugnen ciertos modos establecidos de creación: en el momento en que empezamos el trabajo, el grupo atravesaba una crisis. Por un lado, algunas de nuestras compañeras habían migrado y por otro, sentíamos que era momento de interpelar nuestro modo de hacer teatro. Nos preguntamos cómo seguir juntos y qué significaba hacer un teatro político, un teatro feminista, un teatro colectivo para cada una de nosotras. Empezamos por inventar una metodología para desjerarquizar la pequeña comunidad interdisciplinar que éramos (un músico, un técnico e iluminador, una actriz y una escritora), mientras abordábamos al feminismo desde nuestras relaciones y también, desde una pregunta que apuntaba a observar la matriz de nuestra subjetividad política. En uno de esos ejercicios se propuso construir unas líneas del tiempo para cruzar nuestras vidas: una narración que nos reúna en un espacio tiempo en el que no estuvimos juntas, una ficción para poder observar las coincidencias que nos llevarían a encontrarnos. Planteamos una temporalidad política y personal anclada en nuestra memoria, desde el regreso a la democracia hasta el momento en que empezamos a trabajar juntos: la muerte de J. Roldós, el secuestro de L. Febres Cordero, los levantamientos indígenas, la destitución de cada uno de los presidentes, etc. Se hilvanó así una narrativa sonora, visual y textual que atravesaba esas imágenes públicas con los acontecimientos de la intimidad, con textos claves o experiencias sensibles y memorables para cada una de nosotras. Creamos unas líneas que se desviaban para atender a la pregunta, ¿cómo hemos llegado a ser lo que somos? Y que, además, recogían también el modo en el que habíamos asistido de manera sensible a las imágenes que esos momentos históricos nos imponían. El montaje era a la vez un desmontaje, un trabajo con ciertos archivos personales que se desplegaban en nuestra mesa de trabajo para armar tramas temporales que, al surgimiento de alguna asociación, de alguna concomitancia, ligaban nuestros aprendizajes políticos y afectivos1.

Al referirse al trabajo de Walter Benjamin con el montaje como constantemente en el umbral del presente2 G. Didi-Huberman identifica en esa voluntad arqueológica una consciencia sobre la inexistencia del deseo (político) sin el trabajo de la memoria. No hay futuro sin reconfiguración del pasado […] sin repensar las fundaciones, sin desmontar los lugares genealógicos para darles una potencia dialéctica y poética3. Ahora que el proyecto Estado Fósil me invita a participar de esta generación de memoria y pensamiento colectivos, con lo primero que me encuentro, entre los archivos que el equipo editorial comparte con nosotros, es con una línea del tiempo que muestra el entrecruzamiento de eventos sociales, políticos y culturales con una historia nacional del petróleo. Latiendo en esas cifras, en estos eventos, en esas fechas, reposa precisamente la pregunta que direcciona este proyecto y que me interpela: ¿hay algo en nuestras vidas que se escape de los derivados del petróleo? Entonces, vuelvo al ejercicio realizado con mis compañeras para revisar ese acontecer que configuramos juntas y que tejió un imaginario de lo nacional desde nuestra temprana conciencia política, e identifico cómo y de qué maneras estábamos también hablando del boom petrolero. Los acontecimientos nacionales estaban atravesados de maneras más o menos directas por el petróleo y lo estaban también algunas de nuestras experiencias íntimas y familiares. Lo que me anima entonces, es hacer nuevamente ese ejercicio de imaginación: escribir sobre las imágenes que habitan en mi interior y que inadvertidas conviven con un mundo impropio, con una materialidad en la que apenas he pensado y que tanta trascendencia social tuvo. 

Nací en mil novecientos setenta y siete: año para el cual, según la línea del tiempo mencionada, se habían extraído 363 600 000 barriles de petróleo paralelamente a la masacre en el ingenio AZTRA (17 de octubre), en el marco de una escalada represiva en contra del movimiento obrero, de estudiantes y maestros (ilegalización de la UNE y de FESE). 
2.
El primer recuerdo que asocio con el petróleo está vinculado con un primo cercano. Vivimos nuestra infancia juntos en la casa de la abuela: la morada que acogió nuestra primera orfandad. Éramos hijos de un desajuste familiar, madres solas o divorciadas, padres migrantes o ausentes, esa disfuncionalidad que se remediaba juntándonos a todos en un patio o en un salón para que la televisión y la abuela se hagan cargo de la crianza. Y ahí, una hermandad se fraguaba, una suerte de complicidad sedimentada en ese cuidado de los más grandes, de los hermanos mayores y su adultez prematura y forzada. Mi primo era un hermano mayor, cuando cumplió diecisiete años y le botaron del colegio, mi tío le consiguió un trabajo en el Oriente por lo que abandonó nuestra casa en el barrio Las casas, casi en las faldas del Pichincha. La línea del tiempo señala que en ese entonces, las exportaciones de petróleo y derivados representaron para el Ecuador el 74% del total de exportaciones. CEPE registraba ingresos por 29 000 millones de sucres. 

Ahora que recurro a las imágenes de ese evento, que para mí representó un nuevo quiebre en la precaria experiencia familiar que compartíamos, llega una imagen que remonta en mi memoria: aquel momento en el que mi primo, después de una temporada en el campamento, regresaba a casa trayendo con él regalos para nosotros. Son tres regalos los que recuerdo: el primero era una suerte de catzo gigante, disecado, con dos antenas enormes de un fulgor negro para mi desconocido y con la piel aterciopelada y café. Me causó tanta fascinación como miedo ese insecto enorme cuya piel pasé horas tocando, una afirmación a través del tacto del misterio de esa cáscara que estaba viva y que contenía dentro de sí, todas las formas. El segundo regalo era una mariposa, como el anterior también era de dimensiones insólitas, celeste, bella y de una fragilidad que cuide por años, hasta que se me desintegró en las manos. Mi noción del oriente ecuatoriano era ese territorio lejano y salvaje que en el mapa aparecía mediado por unas líneas entrecortadas: esa ‘tierra de nadie’, en disputa, que se nos había ‘robado’, cobraba por fin, a través de esos objetos, una materialidad y una verdad de extraña belleza. Me imaginaba a mi primo rodeado de esos insectos mientras se hacía hombre en esas tierras, eso que mi tío le exigía a gritos cada cierto tiempo: ‘ya hazte hombre’. Yo lo veía regresar cada vez con el pelo más negro y más largo y la piel brillante. Le pedía que me contara sobre esos animales y él detallaba historias extraordinarias de las que ahora él se acuerda poco y yo nada. El tercer regalo fue un casco blanco, pequeñito, que llevaba las siglas CEPE encerradas en una línea ovalada que ahora recuerdo roja: se lo puse al ken y sentí que algo de mi primo se quedó en ese universo en el que yo recreaba, en cada juego, alguna escena familiar.

Le pregunto, en un mensaje de voz, qué se acuerda de esa época. Le pido que me hable de lo que fue la experiencia de estar en el campamento. Iniciamos un intercambio que habilita entre nosotros, después de tantos años, alguna intimidad: emocionado va recobrando trozos de esa experiencia y construye un relato. Describe un paisaje y se detiene en el color, insiste en que la tierra era roja y en que la oscuridad de la noche propiciaba una experiencia interior que nunca más tuvo. Entonces pienso que la mayoría de las familias ecuatorianas deben tener historias mediadas por esa experiencia, principalmente masculina, que significó el trabajo en los campamentos petroleros.  Imagino entonces a mi primo entre miles de otros cuerpos, encontrando una labor y también una voz solo suya, contemplando su propia potencia. Él recuerda un galpón inmenso lleno de camas y de toldos así como el sonido de esa selva en la que aprendió a disfrutar de una soledad acompañada por tantos otros cuerpos, por tantos sonidos, por presencias tan heterogéneas. Recuerda que trabajaba en una bodega donde los días también eran largos y solitarios porque el resto de hombres iban al pozo y porque no tenía casi nada que hacer: cuidar y organizar objetos y perder el tiempo. Y cuando le pregunto cómo era ese tiempo perdido me contesta que era un tiempo en el que leía libros de aventura y escribía poesía, “una poesía que nunca enseñé a nadie”, se ríe. Lo imagino frente a esas máquinas y a esos repuestos, escribiendo en un cuaderno espiral naranja marca La Reforma, que siempre cargaba en su morral. Lo imagino con un collar de coral pegado a la manzana de Adán que despuntaba en su cuello adolescente y, en sus dedos ahora hinchados y tristes por una enfermedad que lo tiene postrado, un lápiz para describir eso que ahora recuerda: lo verde en su ruido desmesurado y un mono al que rescató y que era del tamaño de su mano. En su relato se descubren el resplandor y también las vergüenzas de su época. Recuerda la camaradería en medio de muchas diferencias. Dice haber entendido este país, gracias a esa experiencia. Recuerda chicas colombianas que ‘atendían’ a los ingenieros y recuerda también, con cierto pudor, que una noche, a una de esas chicas, le pagó con una muestra de perfume robada de la abuela. Recuerda que la marihuana le mostró una revelación tras otra en medio de una espesura gozosa; y recuerda además, que le pagaban diez mil sucres y que con su primer sueldo les invitó a todos un trago en un chongo. Entonces recuerda, otra vez, piedras y tierra roja y sombra debajo de los tanques y jóvenes que huían de las palizas de los padres que como a él, le llegaban con demasiada frecuencia. También recuerda a gente del campo, campesinos e indígenas que mandaban la plata a sus mamás y recuerda, esto lo dice con una emoción singular, haber escuchado el espíritu de los árboles pidiendo ayuda antes de caer, fulminados, por máquinas sordas.

Mientras ocurre ese intercambio de mensajes y yo completo un repertorio de imágenes de él y su vivencia en el oriente, insiste: “ese tiempo me cambió profundamente, me dio una fuerza para mí hasta entonces desconocida”.  Pienso en todo lo que fue el porvenir para él, amalgama de normalidad con destellos poéticos; de migraciones cotidianas y accidentes que remecieron a nuestra familia y que cambiaron y desbordaron su cuerpo siempre firme: “metamorfosis que compone una serie dispar de mundos y de formas en una sola línea de vida (…) metamorfosis que colman la tierra.”4

3.
Es el día número quince de un paro convocado por los indígenas y los movimientos sociales. El tema central vuelve a ser el precio de los combustibles. Los indígenas han establecido que, junto a ese, lo que además es innegociable en su pliego de peticiones, es el tema de las nuevas concesiones petroleras y mineras. La protesta social ha estado, en nuestro país, ligada al petróleo, sus derivados y sus problemáticas políticas y ambientales. El manejo que históricamente ha hecho el estado del territorio petrolero ha sido interpelado desde varios frentes que han incluido, en los últimos años a comunidades cuyo territorio y su salud se han visto afectadas irreversiblemente por la explotación petrolera. 

“Por todas partes el mundo se levanta: potencias. Pero también por todas partes se construyen diques: poderes,”5 dice G. Didi-Huberman en ese libro que se titula tan sugestivamente Desear desobedecer. Se observa que, en la línea del tiempo existen registrados, en las últimas décadas, un sinnúmero de protestas sociales. Por ejemplo, se indica que en el año 1988 se acentúa la convulsión social: “El 10 de junio nueva huelga general del FUT, León Febres Cordero declara estado de emergencia y el ejército invade los predios de la Universidad Politécnica Nacional. El Informe de la Comisión de la Verdad documentó a 8 víctimas y 17 casos de violaciones a derechos humanos, 5 privaciones de libertad, 7 de tortura, 1 de violencia sexual, 3 desapariciones forzadas y 1 ejecución extrajudicial (…) Con la posesión de Rodrigo Borja como presidente, la violencia policial se redujo significativamente, pero no desaparece al subsistir estructuras policiales violentas (…) Se denuncia el uso de dinero del Banco Central para pagar un operativo paramilitar, el ex presidente acepta la responsabilidad.” Treinta y cuatro años más tarde, en el paro de 2022, las prácticas represivas sobreviven y los gestos de levantamiento también. Se cuentan hasta hoy, ocho víctimas mortales (de forma directa e indirecta) mientras el gobierno de Guillermo Lasso anuncia que rompe el diálogo y vuelve a establecerse un clima de tensión que no deja ver ninguna salida.6 Se siente un agotamiento generalizado y los centros de acogida reciben menos donaciones y más amenazas, pero el movimiento indígena resiste. La resistencia se sostiene por un sistema de solidaridad que desde el primer día ha movilizado una colectividad que responde a la legitimidad de la queja popular: arma cocinas comunitarias y fábricas domésticas de escudos y cobijas en escuelas, casas o centros culturales. 

Escribo este texto desde la Casa Mitómana, donde hace algunos días se organizó un pequeño comité para lavar tarrinas ante las miles de raciones que se entregan a diario a los manifestantes desde los centros de acogida y las cocinas solidarias. También acá se ensayó una cocina comunitaria y se tramitaron  donaciones y apoyos. Esta casa, que ahora es un centro cultural, fue antes una clínica dental, en otro tiempo fue una escuela, y antes, fue mi casa. Otra historia de metamorfosis que en su génesis me hace sentir la fuerza de las coincidencias: fue la casa que mi mamá soñó y que construyó porque tener un lugar propio en el mundo es un deseo muy anclado en nuestras profundidades. Vi a mi mamá sostener con sus manos ladrillos y cargarlos sola en un pichirilo azul; la vi cocinar para cada fundición de loza y la vi padecer por un crédito que apenas podía pagar y el cual nunca alcanzó para los acabados, la casa fue siempre una casa inconclusa, sin barrederas ni pasamanos ni puertas. La vi también vender con dolor esa casa. Mi mamá sostenía sola a la familia, era funcionaria pública por lo que teníamos acceso a una piscina en la que aprendimos a nadar gracias a su trabajo. Cada año, recibíamos un regalo navideño del llamado “comité femenino” en un tiempo que recuerdo de enorme precariedad; comprábamos chocolates La Universal en un comisariato que también era del banco y al que los niños no podíamos entrar. El Banco Central del Ecuador, que también tenía un consultorio médico y odontológico que mi hermano y yo visitamos con frecuencia. Mi mamá pudo construir la casa con un crédito de la cooperativa del banco, al cual en algún momento recuerdo que se refirió como “el papá banco.” Era una figura sobre la que mi mamá reposaba y a la que le dedicó su vida y a la que le debe, dice, todo lo que tiene. 

Somos hijos del petróleo, me dijo un día un compañero de universidad cuando analizábamos el modo en que nuestras madres, solas, habían logrado escalar económicamente. Frente a esa frase tan obvia pero contundente yo inmediatamente pensé en la alegría con la que mi mamá habitó esa casa y los modos en los que esa burocracia ‘dorada’ efectivamente tuvo privilegios que claro, provenían del boom petrolero. Me sentí en algo culpable y en algo feliz. La casa ahora tiene dos pisos más y se le pusieron unos pasamanos que nada tienen que ver con su diseño original, y aún las huellas del deseo de mi mamá se sienten en nuestro modo actual de habitarla: en esta casa se baila y se fraguan pequeños e insignificantes levantamientos.

El petróleo, el fósil, la piedra, el sedimento que migra y se hace flujo, proceso que afecta a un enjambre de vida de modos ubicuos y complejos. No hay esquemas ni líneas que puedan dar cuenta de su alcance, solo desviaciones para insistir en el devenir disperso y el modo siempre impredecible en que ocurre la transformación de todas las cosas.
1  Estas líneas de tiempo aparecen en nuestro jardín virtual Lo que hacemos cuando no hacemos teatro, disponible en: https://www.loquehacemoscuandonohacemosteatro.com
2   G. Didi-Huberman, Cuando las imágenes toman posición (Madrid: Antonio Machado Libros, 2008), 121.
3  Ibid.
4  E. Coccia, Metamorfosis (Argentina: Editorial Cactus, 2020), 67.
5 G. Didi-Huberman, Desear desobedecer (España: Abada editores, 2020), 169.
6 Fuente: Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos (aparecida en el IG de gk.ec)

Biografía

Narradora, dramaturga y directora de teatro. Docente investigadora de artes escénicas en la Universidad San Francisco de Quito USFQ. En 2015 publicó su primer libro de cuentos Antropofaguitas, premiado por el Ministerio de Cultura del Ecuador. Publicó en 2019 la novela Sanguínea (Severo Editorial) que, en 2020, se editó en España bajo el sello de Editorial Candaya, ganando el premio Joaquín Gallegos Lara 2021 otorgado por el Municipio de Quito. En 2020 publicó también Solo hay un jardín: en el fondo de todo hay un jardín (La Caída editorial) que reúne algunas de sus obras de teatro. Es parte del colectivo Mitómana/artes escénicas y cofundadora de Casa Mitómana, invernadero cultural. Forma parte del consejo editorial de la revista digital Sycorax (proyectosycorax.com)

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